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- HISTORIA DEL MONTAÑISMO
Esta alemana andinista, escritora, dibujante, fotógrafa y botánica fue un personaje importante en la historia del andinismo y la exploración argentina, siendo la primera mujer que investigo sobre el Hielo Continental Patagónico
Por José Herminio Hernández, Coronel (RE)
Restauración Fotográfica: Centro Cultural Argentino de Montaña, Natalia Fernández Juárez
Nació en Frankfurt am Main, Alemania, el 30 de junio de 1893, de padres de origen alemán, fruto de este matrimonio, tuvieron tres hijos; vivió la primera etapa de su vida en Alemania, luego, emigraron a principio del siglo XX, se radicó con sus familiares en la Argentina, donde adoptó la ciudadanía de este país.
Fue de familia alemana noble, fue enviada a realizar sus estudios a su Paris, en donde la sorprendió la Primera Guerra Mundial, regresando al finalizar ésta, nuevamente al Chaco, junto a su familia, donde descubrió su gran amor por la naturaleza. Dedicándose a la botánica, la fotografía y a escribir, de esa época, surgen libros y artículos, entre ellos, “Maravillas de nuestras plantas indígenas” y un libro en idioma alemán, sobre la vida y colonización del Chaco; además, publicó algunos artículos sobre botánica en la Prensa, luego, dando la espalda a un inadecuado y pesado trabajo en las tierras de cultivo del Chaco, supo consolidarse como escritora, botánica, pintora y fotógrafa.
Ilse Von Rentzell
Se trasladó a Buenos Aires, en donde se radicó, trabajando como botánica, dibujante y bibliotecaria del Instituto de Botánica Darwiniano, ubicado en San Isidro, cabe destacar los méritos como botánica, dibujante, escritora y pintora, por ser autodidacta. En sus tiempos libres viajó por América y se dedicó al alpinismo y a la exploración.
Ilse von Rentzell, conoció a Federico Reichert, en el año 1928, y participó en varias expediciones a los Andes, compartiendo con sus compañeros y en igualdad de condiciones, incluso las aventurosas semanas en el Hielo Patagónico. A propósito de esto mejor dar cabida a la presentación que el mismo Federico Reichert, realizó sobre Ilse:
En esos bellos tiempos de las festividades se registró otro suceso casual, que llevó ulteriormente a establecer una amistad entrañable y contar con una valiosa compañía para muchos de mis viajes de exploración, acerca de los cuales, todavía tengo algo que decir. Fue en una noche del mes de octubre de 1928, durante una velada con amigos en Buenos Aires, cuando conocí una dama que ya había pasado por muchas dificultades durante su vida. Consumida de pena durante la Primera Guerra Mundial, fue arrojada por el destino al Chaco argentino, en donde al encontrase en un algodonal de su hermano no tuvo motivo alguno para tomar las cosas en broma, razón por la cual no tardó en decidirse regresar a Buenos Aires. Calor, mosquitos, culebras en su escritorio y en los carta espacios, termitas, langostas voladores, mucho trabajo e incontables disgustos; todo eso contribuyó a agriarle la vida. Vencida por el ajetreo, flaca como escalera de incendios; tal era el aspecto de la dama rubia, todavía joven, que no podía resultar muy atrayente.
Ilse Von Rentzell en campamento de altura, 1931. Foto: Diario La prensa
Más he aquí que todo su modo de ser conquistaba inmediatamente la simpatía y sabía cautivarlo a uno por su vivacidad y todavía más, por el contenido de sus relatos y descripciones que generalmente terminaban en tres palabras: ¡Qué lindo dice! Ya no seguiré vacilando y me apresuraré a presentar a la mencionada dama: era la señora Ilse von Rentzell, actualmente escritora, especialista en geografía vegetal, del Instituto Botánico Darwiniano de la Facultad de Ciencias Naturales, en Buenos Aires. La velada tan llena de animación, debía pues, influir sobre el rumbo futuro de la vida del ave que fue espantada de su nido, que debió revolotear e ir de un lado para el otro. Las cosas cambiaron cuando mi esposa aprovechó la brillante oportunidad para invitar a Frau (dama) Ilse, a permanecer durante algún tiempo en mi finca chilena a orillas del Lago Todos los Santos, para allí logra reponerse, bajo la sombra de la cordillera; para que se entretuviera en la casa, en los patios y el jardín, amén de colaborar en los múltiples menesteres del hogar de los Reichert. Aquel cambio de aires, que fue aceptado con entusiasmo y que al principio se calculó de breve duración, fue acompañado por una cordial compresión mutua y se extendió hasta un lapso de cinco años. Durante ese lustro tuve la suerte de contar con Frau Ilse, como miembro de mi familia y como tal conocerla bien, reconocer sus méritos y brindarle toda mi estimación. La común inclinación a la observación científica de la naturaleza, la tendencia a llevar dicha observación al gran mundo cordillerano y una vez allí, saber demostrar su utilidad y su valor mediante incursiones, escalamientos y viajes de exploración creó, primero el germen, luego, el gajo que debía arraigar y finalmente, el florecimiento de nuestra sincera amistad.
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En las dos posteriores expediciones Reichert, buscó sin éxito, nuevas vías para alcanzar su cima, en compañía de Friedrich von Erckert e Ilse von Rentzell, ambos de origen alemán. Ilse von Rentzell participante de varias expediciones de Federico Reichert, ascendió en enero de 1929, la cima del Volcán Osorno, 2.660 metros, en el Sur de Chile. Pero que mejor dejar que las mismas experiencias realizadas por ambos, en el Osorno, sean contadas por el propio Reichert, extraídas de su libro En la cima de las montañas y de la vida, nos decía:
En las últimas horas del 5 de enero de 1929, no solo yo, sino también, mi compañera de andinismo Ilse, decidimos que el Día de Reyes, lo emplearíamos en el escalamiento de aquellas montañas que nos ofrecían tan bello panorama y que, cual elegantes riscos rodean mi finca, y que habríamos de trepar al picacho del cerro Derrumbe, cuya altura es de 1.500 metros. Las perspectivas de salir airoso eran favorables, sobre todo porque no había ninguna nubecilla que tornara opaca el firmamento ni corría brisa alguna. Sin embargo, ocurrió que en ese día de tan notable brillantez, el barómetro estaba registrando un descenso pronunciado que no encontraba fácil explicación. A despecho de esa depresión a todas luces anormal, emprendimos la marcha con miras a llegar a la orilla opuesta del lago, que se hallaba alrededor de cuarenta minutos de distancia de nuestra casa si viajábamos en un bote a remo, para emprender luego el ascenso a partir de ese punto. Antes que llegara la noche ya habíamos ascendido hasta una altura de 1.200 metros y allí pernotamos en una colchoneta de musgos del bosque. Allá arriba brillaban las estrellas.
Acaso hayan sido las dos de la mañana, cuando nos despertó un ruido tan típico como raro. Seguimos espiando y de pronto descubrimos la aparición de un banco de nubes que surgía como algo denso, negro, fatídico, que iba aproximándose aceleradamente desde el Oeste; acto continuo notamos una modificación de las condiciones atmosféricas que se hacía visible cuando uno respiraba. Al principio supuse que se trataba de una tormenta, pese que estas son raras en aquellos alrededores. Ante la creencia de que se aproximaba un chaparrón, decidimos seguir esperando. Quedé dormido y no tardé en estar roncando. Solo a las cinco de la mañana sentí que mi compañera me clavaba una puya en el costillar para darme a entender que había algo que no marchaba bien y que era hora de abandonar el lecho. A decir verdad, las nubes se volvían más y más densas y ya iba velándose todo en derredor de la cumbre del Derrumbe, cuando súbitamente se oyó a lo lejos una fuerte detonación, cuyo estruendo ya nada tenía que ver con los truenos que acompañan los temporales. ¡Vaya si llovía! ¡Pero una lluvia seca! Frente a semejante fenómeno decidimos dar media vuelta, embarcarnos en el bote y regresar a casa con máxima premura. Al cabo de poco rato, al ir descendiendo luego de habernos puesto en marcha aproximadamente a las siete de la mañana, comenzamos a extrañarnos.
Ilse Von Rentzell desde el campamento de altura, 1931.
Foto: Diario La prensa
Lo que al principio pareció una fina llovizna fue intensificándose paulatinamente y ahora ya teníamos una lluvia de cenizas finas. Pero aquello, no podía proceder sino del volcán Calbuco, situado entre 15 y 20 kilómetros en línea recta desde nuestra finca; era el único de los numerosos volcanes que entraba en actividad periódicamente. La creciente penumbra fue transformándose en verdaderas tinieblas, y cuando a eso de las nueve de la mañana llegamos a la orilla del lago donde permanecía el bote, la bahía de Cayutue había pasado del día a la noche, y únicamente hacia el Norte quedaba todavía algún haz de rayos luminosos. Entretanto, seguía cayendo una lluvia de cenizas cada vez más intensa. Con la máxima premura ocupamos la embarcación y remamos vigorosamente en dirección a la casa del bosque que, dicho sea de paso, ya estaba irreconocible por la oscuridad impenetrable. Estuvimos cuando menos diez minutos embarcados y durante ese lapso también, desapareció la pizca de luz del Norte y nos rodearon las tinieblas absolutas. En tales circunstancias seguimos remando como ciegos y sin ocultar que estábamos taciturnos.
Sabíamos que al cabo de unos cuarenta minutos alcanzaríamos la costa opuesta. De pronto la viajera que remaba a mis espaldas rompió el imponente silencio para preguntar si yo estaba fumando, pues ella estaba viendo una lucecita. Y puesto que no se trataba de cigarro o cigarrillo alguno, me volví en mi asiento y descubrí que a ambos nos estaba envolviendo una magnífica luz débil cual si fuese una aureola que iluminaba a la embarcación, y en esas condiciones nos fue dado apreciar que las cenizas que seguían cayendo ya habían cubierto al bote con una capa de varios milímetros de espesor. Nos hallábamos, pues, envueltos como por alta tensión eléctrica; los fuegos de San Telmo brotaban por todos los hilos de nuestra ropa, y la cabeza rubia que flotaba detrás mí estaba rodeada por un halo celestial. Ocurría lo mismo que presencié allá en la cumbre del Uschba caucásico y que más de una vez vi en los Alpes. Ya llevábamos una hora de viaje, y sin embargo el bote no llegaba a tierra. Las aguas del lago parecían ser de plomo; el aire era denso y pegajoso; el viaje se estaba volviendo fatídico. ¡Ea! Que de pronto una luz deslumbrante como si fuese un rayo rasgó las sombras! Más no se trataba de un relámpago normal. Por encima de nuestras cabezas se alzó, una bola de fuego que casi al instante hizo explosión con ruido espantoso seguido por la desaparición del efecto luminoso.
Cerro Pico internacional del Tronador, 1931. Foto: Ilse Von Rentzell, Diario La prensa
Aquello fue un relámpago esférico, el primero y el último que me haya sido dado ver en toda mi vida. Tras el estallido se produjo un equilibrio eléctrico, se fueron apagando los fuegos de San Telmo y una vez más, nos vimos envueltos por las tinieblas. El lóbrego viaje en góndola iba prolongándose más y más, pero ya volvía a aumentar la carga eléctrica y renacían los resplandores carentes de llama. Llevábamos dos horas completas en el lago, sin lograr alcanzar la costa. ¡Ah, por fin, un brusco cataplum nos anunció que habíamos chocado con algo y que estábamos encallados! Las tinieblas eran tan completas que para pisar el suelo tuvimos que prender fósforos y luego andar a tientas. Cuando consulté mi reloj, dije a mi acompañante: Piense señora, que son las once de la mañana del 6 de enero y estamos en pleno verano. Creíamos erróneamente estar en la costa del lago, correspondiente a mi propiedad. Por fortuna no hicimos ninguna tentativa de avanzar en dirección a la casa, cosa que habría sido imposible con semejantes tinieblas. Permanecimos sentados durante una buena media hora sobre un tronco de árbol; no podíamos dejar de pensar en Sodoma y Gomorra, y allí estábamos representando el papel Lot y la mujer de Lot. Solo unos cuantos minutos antes del mediodía empezó a aclarar débilmente y ya se comenzaban a ver los contornos de cuanto teníamos más cerca. No fue poco sorpresa que tuvimos al comprobar que de ningún modo estábamos en mi finca; más aún, que permanecíamos en el punto desde donde partimos y que con seguridad anduvimos trazando espirales en el agua o dibujando el número ocho.
La claridad renació con celeridad y entonces se presentó el paisaje vistiendo su toga de cenizas que le había colocado la noche de la erupción. La vista era sencillamente desoladora y desesperante. La bahía antes tan bella y siempre vestida de verde nos ofrecía un cuadro de desierto, de páramo; el cuadro de la muerte. La superficie de agua, lisa como si estuviese cubierta por una capa de aceite, estaba llena de cadáveres de insectos y aves. Los bosques gigantescos tenían todas sus hojas cubiertas por espeso polvo de lava de tinte gris-ceniza. La nieve de las altas montañas se había transformado en suciedad. Todas las flores se había marchitado; las verduras que ayer mismo se veían hermosas en la huerta, parecían agachar la cabeza. Y como no llovió durante mucho tiempo, la cosecha se arruinó. El ganado despreciaba el forraje cubierto de piedra pómez, y como no tenía nada que comer, comenzó a enflaquecer. Las gallinas no ponían huevos, y el cándido optimista que se atrevió a dar a su rincón selvático el nombre de jardín del edén tuvo que reconocer, mientras avanzaba por sus dominios cubiertos por centímetro y medio de cenizas, que ciertamente no vivía en el cielo sino muy cerca del baño del Satanás. El resultado arrojado por el análisis hecho ulteriormente del material llovido como chisporroteo, fue, cuando menos, alentador en vista de que con el polvillo cayó algo de calcio y ácido fosfórico, cuerpos que la lluvia verdadera, que afortunadamente llegó después, habría de incorporar al suelo, pese a que esas gotitas homeopáticas no podrían curar el mal. Transcurrieron meses enteros antes de que se restablecieran las condiciones normales de la vegetación, que el bosque se vistiera de verde, que los animales se alimentaran en debida forma y que brotaran nuevamente las plantas de las legumbres en la huerta.
Cerro Tronador, Ilse Von Rentzell en el campamento en el Ventisquero, 1931. Foto: Reichert, Diario La prensa
Federico Reichert en el Cerro Tronador
Aquella muestra de erupción de nuestro ya conocido demonio del fuego, en horas del 6 de enero, no habría podido simbolizar mejor, bajo una forma teatral el Crepúsculo de los Dioses, la ruina del planeta chapucero. Para calmar la curiosidad decidí volver a trepar, acompañado por Ilse von Rentzell y un joven, faldas arriba del vecino Volcán Osorno, desde cuya cima era posible observar en óptimas condiciones toda la zona sembrada de cenizas y lava. Bien sabía yo que un escalamiento de ese coloso no era sino un mero simulacro de un paseo alpino, un trabajo que habría de durar pocas horas y que se corona con una partida alegre deslizándose sentado sobre la nieve. El proyecto se convirtió en realidad, el 20 de enero de 1929, trepamos todos sudorosos, pendiente arriba del cono hasta alcanzar su capuchón de hielo. Si entonces alguien me hubiese dicho lo que nos esperaba, con toda seguridad hubiese dado media vuelta al instante y renunciado a todo afán de exploración o a la mera curiosidad. Solo que ante mi no había nada extraordinario que nos hiciera la advertencia; apenas alguna cosa podía captarse con la mirada desde lejos. La cúpula de nieve antes tan bella y de blancura luminosa de la montaña cónica ya no existía. Después de la erupción del Calbuco, era negra, sucia, por el esparcimiento de ceniza y pequeños montículos de piedras. Cuando finalmente llegamos al hielo, descubrimos que por un proceso de irradiación y por elevado calor específico del material en ruinas, las piedras habían penetrado en la masa gélida, y comprobamos que con la helada producida durante la noche, se había creado una base de cemento-hielo-piedra de extraordinaria dureza. Si bien es verdad que en condiciones normales uno puede alcanzar la cima del Osorno, desde el borde de su capucha de nieve, luego de caminar apenas cuatro horas, lo cierto es que en esa ocasión la tarea nos exigió el triple de ese tiempo, porque fue necesario ir tallando escalones en el mencionado cemento de hielo. Por fin llegamos, a las cinco de la tarde, al vértice del bonete cónico sucio.
Bastó con una mirada en derredor para que nos diéramos cuenta de que la violencia máxima de la erupción había afectado principalmente la zona Oriental, ya que todos los ventisqueros y la corona del tal alejado Tronador, estaban cubiertos de suciedad y ceniza. Al descargar sus iras, el Calbuco mismo había vomitado de tal forma, que el aspecto de la faz de su cumbre presentaba una fisonomía muy distinta. En vista de que la escalinata tallada, para el descenso no servía para nada, y que una tormenta amenazaba con estallar, no permanecimos sino apenas cinco minutos en la cumbre e iniciamos el descenso como mejor pudimos. Hubo que tallar de nuevo los escalones a fuerza de hacha. La bajada la íbamos realizándola a paso de tortuga, puesto que era indispensable evitar a toda costa una caída. A la una de la mañana, estábamos en medio de la tarea, nos comenzaron a envolver los mantos de la niebla. Ya no veíamos nada, y luego, comenzó a caer una lluvia fina. Y puesto que era imposible continuar la marcha, decidimos refugiarnos en una grieta del hielo, una especie de boca cuyo labio inferior ofrecía a las posaderas, un asiento húmedo, pero suficientemente seguro, en tanto que el labio superior tenía una joroba que actuaba como respaldo. La hendidura misma se encargaba de la ventilación. Allí estuvimos dormitando hasta las siete de la mañana, y entonces reiniciamos la marcha, totalmente tiesos por entumecimiento, la tarea de crear nuevos escalones para el descenso se hizo difícil. En total, la excursión nos exigió más de diecisiete horas en el manto del hielo del Osorno, ello debido a las travesuras de su colega juvenil llamado Calbuco. En la posada de Petrohue, a donde llegamos empapados, mi compañera de aventura, Ilse, se mostró sumamente contenta por la hazaña que habíamos realizado; pero parecía todavía más contenta cuando nos sirvieron una bebida caliente. Porque entonces dijo: ¡Vaya, no hay nada que supere a una buena taza de té caliente!.
Ilse Von Rentzell en la serrania del GAEA, al fondo el Volcán activo Cristobal M'Hicken, Hielos Continentales
En el mes de febrero de 1931, cuando se disponía dejar su querida finca de Cayutue, para intentar por quinta vez coronar la cima del Tronador, el doctor Federico Reichert, junto al doctor Juan Neumeyer, también siendo de la partida la tenaz jardinera, horticultora y amante de la naturaleza, nuestra inquieta Ilse von Rentzell, a quien a partir de ese momento nos dice el doctor Reichert, se decidió colocarle el apodo de Andinilse. Sobre este intento de esta actividad nos decía Reichert:
Fue una suerte que Andinilse, publicara el día 25 de mayo de 1931, en el diario La Prensa, una gran número de datos sobre las observaciones realizadas en la zona, un artículo bajo el título de Ascensión al monte más alto de la cordillera patagónica septentrional, dichas investigaciones que habíamos realizado, fueron aprovechadas por un especialista, el señor Walter Larsson, que escribió una monografía sobre el macizo del Tronador.
Cabe mencionar que en esa oportunidad no se logró hacer cumbre, pero como se ha mencionado si les permitió recoger una gran cantidad de datos.
En febrero de 1932, con Reichert y Juan Neumeyer, de Bariloche, realizó la primera ascensión del Cerro Gemelos del Turbio, 2.150 metros, al Oeste del Lago Puelo. En el año 1933, Ilse von Rentzell, se convirtió en la primera mujer en ingresar al campo de hielo patagónico Sur.
Volcán en actividad mostrando una nube de erupción entre el pico principal y el pico lateral.
Expedición argentina a la región inexplorada del oeste del lago San Martin, Hielos Continentales.
Foto: Ilse von rentzell
Durante el año 1933, año en el cual, se desarrolló la expedición Reichert, en esa oportunidad, murió en Buenos Aires el botánico Cristóbal Hicken, quien también tendría que haber participado en esta exploración, en su recuerdo se denominó Corredor Hicken a la porción de Hielo Patagónico, al Oeste del Cordón GAEA, entre éste y el Volcán Lautaro. Actualmente el acceso más simple al Cordón GAEA, es el que se abre entre el valle del Río Eléctrico y Paso Marconi. Pero cuando Federico Reichert, lo reconoció con su expedición, la cual tubo muchas peripecias, en el verano de 1932/33, llegó hasta allí desde el lago San Martín. Acompañaban a Reichert, el médico de Bariloche Juan Neumeyer, el botánico Arturo Donat y la pintora, escritora y naturalista Ilse von Rentzell. El propósito de ellos era atravesar el Hielo Patagónico en aquella latitud hacia los fiordos del Océano Pacífico. El acercamiento a lo largo de las escarpadas orillas del lago no fue tan fácil y así lo describió Ilse von Rentzell:
Las personas debimos bordear a pie la orilla Sur del lago, lo que requirió seis días. Después que hubimos cruzado el Brazo Sur, en bote y remando entre icebergs, encontramos al último colono de la zona quien afortunadamente pudo poner a nuestra disposición tantos caballos que subimos montados. El camino llevaba en muchos sitios a través de una selva de hayas antárticas y de prados pantanosos en los que algunas veces se hundieron hasta el vientre, a un tiempo, tres caballos de carga.
A partir de la estancia de Luis Mansilla, fueron guiados por el peón Manuel Aguilar, quien demostró su valiosísimo y generoso compañerismo. La expedición no llegó a la cumbre principal del Cordón GAEA, pero alcanzó primeramente el lado Este del mismo, hasta una altura de aproximadamente 2.000 metros. Seguidamente la cresta Oeste hasta una altura cercana a los 2.300 metros desde donde divisó el Glaciar Chico, antiguamente conocido con el nombre de Schonmayer. En aquella ocasión, Reichert, notó además, el fuerte retroceso del Glaciar O'Higgins y también, la piedra pómez pura depositada recientemente sobre el hielo, hecho que valorizaba los testimonios de resplandores vistos por los pobladores y referidos a un misterioso volcán que más tarde se revelaría como el Volcán Lautaro, ubicado en el interior del Hielo Patagónico Sur. La expedición permaneció luego, y durante largas semanas, bloqueada sobre el Hielo en medio de la tempestad, viviendo momentos dramáticos debido a las carpas destruidas por el viento y las nevadas, pero finalmente logró llegar a la divisoria interoceánica y presenciar una erupción de gas y cenizas del Volcán Lautaro.
Expedición a la región de los Hielos Patagónicos de 1933. La sierra de O'Higgins vista desde el último poblado.
Foto: Ilse Von Rentzell
A la intrépida Ilse von Rentzell, la primera mujer que participó en una expedición sobre el Hielo Patagónico, Hugo Corbella, le dedicó la puntiaguda cumbre de 2.408 metros, que emerge hacia el Norte aislada entre los hielos. La misma Ilse von Rentzell la había entonces vislumbrado con emoción:
Vimos al Noroeste, por vez primera, en toda su extensión, una cadena de montañas que aún no figuraba en los mapas. Entre esta nueva sierra, que presentaba las típicas formas de cumbre llamadas puntiagudas, se extendía el glaciar principal con una anchura de 40 ó 45 kilómetros.
Nos comentaba la propia Ilse von Rentzell, en el año 1935, que:
A 3.000 kilómetros al Sudoeste de Buenos Aires, a los 49º de latitud Sur, se encuentra, en la mayor soledad, el lago San Martín. Sólo en la época de la esquila de las ovejas, en diciembre y enero, revive el tráfico entre su orilla Oriental, en la que existen grandes propiedades, inglesas en su mayor parte, y el puerto de Santa Cruz.
En el mes de abril de 1935, se realizó la expedición al ventisquero del río Plomo, organizada por el doctor Federico Reichert; la misma, tubo el respaldo de la Comisión de Andinismo del Touring Club Argentino, cuya presidencia estaba a cargo del propio Reichert, pero cuyo espíritu rector en realidad era la del General Isidoro Arroyo. Nos decía el propio Reichert:
A ese notable militar y conocedor de los Andes debe agradecérsele que el Ministerio de Guerra y el Instituto Geográfico de la Nación, apoyaran decididamente mi proyectada expedición, de tal manera que, para grandísima satisfacción mía, el segundo viaje al ventisquero del Plomo, se halló regido por el ímpetu de un mando militar. Al comandante de las tropas de montaña en Mendoza, que a la sazón era el Teniente Coronel Edelmiro Julián Farell, se le comunicó oficialmente que debía apoyar la expedición y se le ordenó además, que organizara el destacamento para tal evento. Tanto a Arroyo como a Farell, debo agradecerles su apoyo valioso, sin ello no se podría haber llegado a un final tan exitoso.
Expedición a la región de los Hielos Patagónicos de 1933. El campamento 2. Foto: Federico Reichert
En la expedición participaron: el Teniente Coronel Octavio Aníbal Soria, como jefe militar, bajo cuyo mando doce soldados entrenados por los cabos Lillo y Bringas, que integraban también la partida y se encargaron además, del manejo de las mulas; el ingeniero italiano, topógrafo y glaciólogo Luigi Razza, nuestra infatigable señora Ilse von Rentzell, como escritora y fotógrafa, don Paul Heidrich, de Mendoza y en calidad de jefe de expedición Federico Reichert. De la misma se sacaron una serie de excelente conclusiones que se encuentran bien detalladas en el libro de Federico Reichert, En la cima de las montañas y de mi vida, además, en un informe que también hizo aparte el ingeniero Razza.
Ilse von Rentzell, publicó el libro “Maravillas de nuestras plantas indígenas y algunas exóticas”, en el año 1935, sus fotos y datos relevados de sus expediciones con Federico Reichert, en la región Sur de nuestro país. Anatole Saderman, fotógrafo de profesión, fue quien le realizó fotografía para el libro que posteriormente publicó, éste nos decía:
Conocí a la señora Ilse von Rentzell a través de una prima mía, que estaba empleada en una importante mueblería. La señora von Rentzell, nacida en la Alemania, fue criada en la Argentina y allí hizo su vida. Luego viajo para realizar sus estudios en su tierra natal, a la llegada de Hitler, decidió volver. Pero el poco español que había aprendido en su infancia ya lo tenía olvidado. Un día visitó la mueblería mencionada y tuvo que acudir a la ayuda de mi prima, que acababa de llegar de Berlín y hablaba un alemán culto y fluido. Este contacto terminó en amistad. En una ocasión la señora von Rentzell, le preguntó si conocía a un buen fotógrafo y, desde luego, mi prima le habló de mí, que no sólo era un buen fotógrafo, sino que también hablaba alemán. Vino a verme y me invitó a su casa para que hiciera fotos de algunas plantas. Fui, hice las fotos y a ella le gustaron, pero a mí no. Entonces, la invité a mi estudio con las plantas y flores que le interesaban, y allí, sí logré buenas fotografías. Desde entonces se repitieron las visitas florales y se llegó a una importante cantidad de fotos, con las que hice una de mis primeras exposiciones en la prestigiosa sala Amigos del Arte, en plena calle Florida.
Dibujo de Manuel Aguilar compañero de expedición
realizado por Ilse Von Rentzell
En el año 1938, realizó un intento en una expedición al cerro San Valentín, desde el lago Buenos Aires y otras cumbres menores. Como conferencista y representante del Instituto Darwiniano (en donde ejercicio como profesional y además, fue donde conoció al geólogo inglés, George Atkinson, con quien se caso por segunda vez), realizó unas innumerables cantidad de presentaciones de sus viajes y logros científicos y fue integrante además, de la Academia de Ciencias Exactas de Buenos Aires.
En el mes de julio de 1941, la convocó una nueva partida con el doctor Federico Reichert, esta vez el destino fue Bolivia; para Ilse, el objetivo era comparar los contrastes existentes en la Cordillera de los Tehuelches y la de los Incas, pero también, fue para profundizar sus conocimientos en el mundo de la Flora, al visitar los tropicales jardines botánicos bolivianos. En el mes de agosto del mismo año, estuvo visitando el cerro Chacaltaya junto a Reichert y una comitiva boliviana, lugar éste en donde se practican los deportes de invierno, y es considerada la pista más altas del mundo; allí coronaron la cima del cerro, en los primeros días del mes de agosto de 1941. Publicó resúmenes de sus trabajos de botánica y de sus expediciones, en diferentes revistas y diarios.
Fue colaboradora especial de los diarios, La Nacióny La Prensa, fue autora del libro sobre la Flora Autóctona Argentina, en donde volcó sus experiencias y conocimiento de la flora en el Chaco argentino e hizo traslucir su espíritu de investigación y coleccionista de mérito.
Ilse Von Rentzell Atkinson
Residió desde el año 1952, parte de su tiempo en San Martín de los Andes, en Neuquén, y en Buenos Aires, un ir y venir, hasta que a principios del año 1960, se radicó definitivamente en San Martín de los Andes, donde vivió hasta su muerte.
En los años de 1960, emprendió una expedición a las provincias del Litoral, en Argentina, con el naturalista y ornitólogo William H. Partridge, con el propósito de realizar un relevamiento y clasificación de pájaros del lugar. Su ahijada Leonor Inés Damerau de Vagedes, expresaba de ella:
Ilse, mi madrina, era muy amiga de mis padres y nos visitó y se alojó en muchas oportunidades en nuestro hogar en Buenos Aires, escapándole un poco al invierno neuquino. Fue una mujer inteligente, interesante, de carácter muy fuerte, con mucha energía, luchadora, audaz, revolucionaria y genial. Toda la familia se reunía en torna a ella, para escucharla con mucho gusto e interés los relatos de los pasajes de su vida, como amante de la naturaleza y de la alta montaña. Solía contar con euforia sus aventuras de los distintos viajes y nos trasmitía sus conocimientos, por cierto muy valiosos.
En el fondo del valle del Plomo durante la misma expedición del año 1935
para observar los movimientos del glaciar.
Federico Reichert e Ilse Von Rentzell. Foto: P. Heidrich
Una de las experiencias vividas en una de las expediciones con el doctor Federico Reichert, en donde estuvieron 16 días en una carpa, dado que el temporal que los azotaba, no los dejaba salir, quedando aislados y luego rescatados por un baqueano. Anduvo por Bolivia, conociendo La Paz, el lago Titicaca, las ruinas de los Templos de Tihuanaco; Tiahuanaco o Tiwanaku, del antiguo complejo arquitectónico y actual yacimiento arqueológico de Bolivia.
Y posteriormente, nos decía Leonor:
Visitó el Ecuador, conoció las Islas Galápagos; en México, las ruinas aztecas y mayas y también visitó los Estados Unidos de Norteamérica. Cuando se radicó en San Martín de los Andes, cumpliendo una promesa en vida de su marido George Atkinson, que lamentablemente había fallecido en un accidente en el Lago de Todos los Santos, en Chile, próximo al fundo del doctor Federico Reichert, se dedicó con alma y vida a su jardín, el cual, era bellísimo y sumamente atractivo, por la gran variedad de plantas y arbustos exóticos que tenía, siendo admirado durante muchos años por los lugareños y forasteros que visitaban el lugar. Muchos veranos pasé con Ilse, en San Martín de los Andes y recuerdo sus hermosas y espectaculares flores de distintos géneros y especies; su jardín de hierbas y sus plantaciones de frutales. ¡que ricas cerezas y frambuesas cosechaba! Añoro aquellos paseos con ella por el bosque y la montaña, descubriendo la flora y la fauna del lugar. Tengo recuerdos inolvidables de los conciertos en el jardín a la hora del atardecer a cargo de nuestro querido y hace poco desaparecido Tomás Tichauer, uno de los fundadores de la Camerata Bariloche. Su amistad con los pintores, como Carlos Planck, Jutta Waloscher y las fotógrafas Annemarie Heintich y especialmente, Carlotta Thumann, me han enriquecido increíblemente. Siempre la recordaré con mucho cariño.
Tapa del libro Maravillas de Nuestras Plantas Indígenas. Autor: Ilse von Rentzell
Dibujo del Libro: Maravillas de Nuestras Plantas Indígenas de Ilse von Rentzell
Su recuerdo nos los tramiten la Torre Ilse, en el Tronador, que ella misma individualizó y un Cerro Ilse, que se debe a un error de trascripción topográfica del primero, todos estos denominados con su nombre, en su honor y en reconocimiento a su labor como exploradora y científica; también, sus escritos que nos dejó hacen que su vida continúe entre nosotros.
Fue condecorada en el año 1932, por el Presidente Agustín Pedro Justo, por ser la primera mujer que exploró el Hielo Continental Patagónico. Falleció en San Martín de los Andes, Neuquén, argentina, el mismo día de su cumpleaños, el 30 de junio de 1985, a los noventa y dos años, fue enterrada en el cementerio de San Martín de los Andes y su ahijada, la señora Leonor, le hizo esculpir en madera, una placa con el Fitz Roy y una rama de aljabas, siendo instalada en su tumba. Este personaje de la historia del andinismo y exploración argentina, ha quedado para siempre en el recuerdo de la historia argentina, por ser una pionera del montañismo argentino femenino y una laboriosa científica de nivel.
Ilse Von Rentzell Atkinson
Ilse Von Rentzell en su casa de San Martín de Los Andes
Área Restauración Fotográfica del CCAM: Natalia Fernández Juárez
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