Bosque Petrificado, Cerro Madre e Hija. Provincia de Santa Cruz
La ruta de las águilas
- por Jorge González, Escritor -
Jorge González |
Todo resultó muy raro. Encontrarse en el Bosque Petrificado con equipo para escalar una torre tallada hacía millones de años, la lluvia, las aves defendiendo los nidos...Quizá, el ascenso al Cerro Madre e Hija por la cara Sur pudo haber sido un sueño...
La extensa meseta patagónica está bajo el sol. El camino, a lo largo de tantos días, ha cuarteado nuestros ojos. Mirar y mirar. Podríamos seguir indefinidamente así. Aquél paisaje de pastos y viento sobre la tierra plana, marrón, interminable, aplaca aún más ese agradable estado que siento. Tan calmo como las siestas de la niñez en Córdoba.
De a poco el terreno se va elevando como un paisaje lunar en miniatura. Entre tonos rojizos y blancos, mesetas, pirámides truncadas y pequeños volcanes. Es extraño, lejano. Desolado rincón que nos traga por un camino de ripio levantando borbotones de tierra. Nuestra nave devora y devora distancia. Para mi esta es una oportunidad única. Es difícil pensar en un viaje especialmente a este lugar, tener un vehiculo propio es casi imprescindible. La aventura de recorrerlo crece porque cuesta llegar.
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All í está. Quizá decepcione al visitante con poco tiempo o a quien busca impactos a gran escala. Allí hay silencio, allí hay que imaginar, allí no hay agua, todo parece terminar en un sendero señalizado que muestra los vestigios de los árboles que vivieron hace cientos de millones de años. Hoy, son grandes pedazos de troncos petrificados, relojes de esos tiempos fantásticos que escapan a nuestra noción cotidiana. Navega una pregunta en el aire. Flota el misterio y reverbera en el horizonte.
Saciada la ansiedad del visitante por levantar del piso un trozo de madera convertida en piedra, probablemente pegue la vuelta allí mismo. En su auto tendrá la tranquilidad de saber que ya estuvo. Un lugar más, un lugar menos. Pero para entender al desierto, hay que quedarse...
Sucede que
Toma su tiempo. Dormir sobre la arena. Quemar los nobles palos de algarrobo que hay que juntar del suelo, espinosos y rudos. Ver como el bostezo rojo del sol tiñe el cielo y el ambiente. Como resplandores de un fuego naranja y milenario. Entonces el campamento adquiere su vida propia al ritmo de ese insondable silencio. Una fila de guanacos corre como en cámara lenta, casi flotando. Se desdibujan sus figuras en líneas plateadas que titilan por el calor. Y el reino mineral, rojizo, sólido o hecho polvo, vigilante, se aposta y domina la extensa planicie. Lecho de un mar que ahora comprendo.
Una montaña
Una monta ña alza allá lejos su figura. Madre e Hija o Cerro de La Horqueta. Así se la conoce. A sus faldas, han quedado testimonios de aquél paso gigantesco de la tierra. Nuestro vehículo lentamente se acercaba a sus dominios. El cielo, con tanta amplitud, ante la vecindad de prontas lluvias adquiría un tono apropiado. Pocas veces puede suceder esto. Cinco personas con un vehiculo Land Cruisier, cargado de equipo de escalada, allí mismo donde parecía surgir el secreto de Doyle, de Percy Fawcet. Extrañamente además, caían gruesas gotas de agua sobre nuestros anoracks, en el lugar donde nunca llueve...Quería escalar esa pared, quería estar allí, esto era un llamado tan urgente como necesario.
En el aire había anuncios extraños. Una torre estriada, magnífica, que me hizo acordar a la nave de Alien, se levantaba hacia arriba. Columnas redondas e iguales. Escalaríamos por el interior de los tubos de un órgano gigantesco que había sido partido en dos. Ese era un reino cuidado por las figuras ya extintas de un pasado que siempre se fusiona con el futuro. Casi inverosímil. El mismo color raído, piedra y acero, brujos y láser, allí estaba latente la visión de los tiempos que se confunden.
La magia y lo inexplicable. Lo tan antiguo, cuando se ha mantenido intacto, adquiere la misma y fantástica dimensión de las guerras galácticas. Hombres al fin, nosotros estábamos poseídos por un silencio elocuente: al mismo tiempo pertenecíamos al origen y al más allá. ¿Estábamos escalando una pared o una noción del tiempo?. El primer largo no tiene dificultades, pero después del primer resalte las columnas escapaban verticales con rapidez hacia lo alto. Y allí las cosas se complicaron. Un silbido rasgó el aire. No me había dado cuenta. Algo rozó mi cabeza intentando arrancarme de la pared. Apreté todo mi cuerpo contra la roca.
Al levantar los ojos, ví la silueta marrón de un águila buscando el cielo. La lluvia comenzó a arreciar. Convertidos en pájaros por un brujo demoníaco, los guerreros custodiaban el paso a la cima del bastión rocoso. Pero la realidad tenía más fuerza el águila vive en esas alturas y defiende sus nidos. Volaba en círculos, se apostaba, encrespaba sus plumas e hinchaba el cuello, levantaba despacio sus garras y levantaba vuelo apareciendo como un rayo en picada y a toda velocidad. Mis compañeros hacían ruido para alejarlas. La soga corría muy despacio, la roca, poco confiable, se mojaba cada vez más y yo tenía que poner toda mi concentración en cada movimiento. Si el pájaro me tocaba, ese inestable equilibrio desaparecía.
Todo terminó bien. Salimos al filo bajo la lluvia y el olor a caliza. Yo estaba exultante y sentía una alegría primitiva. Hasta aquí, lo que escribí entonces. No se las razones de porque interrumpí el relato. Nunca publique este informe. Esto ocurrió en febrero de 1989. Hace 20 años. Pero siempre quedó grabado en mi cabeza.
Lluvia, tiempo, águilas, roca. Extraña combinación que me permitió por unos días, por unas horas, viajar en la máquina del tiempo. Adjunto dos dibujos que hice entonces. También la reproducción de una foto que pertenece a mi amigo Roberto Rainer Cinti. Como consecuencia de su visita a este Monumento Natural, en Santa Cruz, la publicó en una de sus notas que llamó “Los chicos crecen” en la Revista “Nueva” en 1997. Allí se ve la pared basáltica de la cumbre menor (el Cerro Hija) que escalamos Carlos Lorenzani, Daniel Villarruel y yo y que tendrá unos 120 metros de desnivel.