Agujas del Cerro Catedral, Provincia de Río Negro - Verano de 1963.
- por Carlos Rey, Grupo Dinos -
Carlos Rey |
Transponiendo el insignificante síndrome de la hoja en blanco me doy un profundo abrazo con el Turco Avo y comienzo a escribir una parte de mi vida que, no puedo decir haya sido la más importante, pero sí una de las más intensas y sentidas en la escarapela del corazón: Las escaladas en las tibias, rosadas rocas de granito de las agujas del cerro Catedral Sur en Bariloche.
Hoy con setenta años a cuestas, trato de revivir el sentimiento de los veinticinco, donde todo estaba por venir. Y ese verano de 1963 me encuentra en latitudes patagónicas, alejado de mi traje y mi corbata de laburante en oficinas del centro de la porteña Buenos Aires. Nada más dispar, y eso me hacía sentir el más feliz de los mortales. Para mejor, me acompañó de uno de los tipos más sanos de espíritu que pueda haber conocido en toda mi vida: El Turco Avedis, Avo, Naccachian, armenio por ascendencia; de diez y ocho años, ocho menos que yo, lo cual le hacía sentir a él que yo era una especie de papá.
Dueño de una fortaleza física envidiable era (es) un tipo nacido para el deporte. Más tarde fue salvavidas en natatorios y en el mar, buceador y -ya de veterano-, ciclista empedernido. En las montañas, compuso dos o tres expediciones al Himalaya, por no nombrar otras participaciones de envergadura.
Ubicación del Cerro Catedral, Provincia de Río Negro, Argentina
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Yo me defendía bastante ante semejante personaje y sobre todo, en ese momento sobre el que trato de escribir, en el que éramos simplemente dos muchachos con muchas ganas de trepar, todo lo que se nos presentara por delante, que implicara verticalidad por encima de los dos metros de altura.
En el despacho de equipajes pesamos nuestras mochilas. Treinta y siete kilos cada una. Mera casualidad ya que contenían además de las ropas de cada uno, la comida que habíamos elegido para los primeros días y, por supuesto, la «ferretería» de escalada. Todo repartido a ojo. La cosa fue subirlas por la Picada Eslovena en el Catedral Sur, a costa de nuestras espaldas y sufriendo el embate de los famosos tábanos, bicho picador si los hay.
Decidimos acampar un poco antes de llegar al Refugio Frey, antes de cruzar el arroyo que baja de la laguna Tončeck. Allí, decía, con el refugio a la vista, armamos mi carpa: «la Dora», en homenaje a mi vieja, quien era la que la había construido con mi dirección, en las calurosas tardes de Villa Ballester.
A mi madre la asustaba con cosas como: «Arrampicare e il mio mestieri» o aquel cantito que no me acuerdo cómo empezaba y seguía con: «...noi de la rocchia siamo il camoschi. Corda, casa da morto, chiodo e mosquetón. Cuesta e´ la bella vita, la vita bella, dei rocchiatore», que sacaba de las revistas italianas que contaban las proezas de Walter Bonatti o Cesare Maestri, y como mamá era hija de tanos, me quería matar cuando me escuchaba decir esas cosas. Aunque no puedo negar que por aquella época creía sinceramente que podía morir heroicamente en un accidente, de los que nunca faltaban en la alta montaña.
Realmente nos jugábamos el pellejo en más de una ocasión y no nos importaba mucho que así fuera. Amábamos lo que hacíamos y es difícil de explicar a los que no practican el montañismo.
Me acuerdo que acampamos cerca del refugio Emilio Frey y Avo se cocinó un arroz con salsa riquísimo. Y por si algo me faltaba agregar del Turco, también había sido Boy Scout en la Asociación Armenia y sabía cocinar muy bien. Yo era el que lavaba los platos.
La primera que cayó en nuestra «desesperación» por escalar fue la Torre Frey, situada muy cerquita del refugio. Avo nunca había estado en el Catedral y yo había pasado como mochilero con mi amigo Álvaro, uno o dos años antes; ocasión en la que conocí a Otto Meiling, el famoso pionero y escalador; y a Teodoro Cifuentes, cabo del ejército y por entonces refugiero en el Frey.
Era temprano, después del almuerzo y subestimando los tiempos -ya que sabíamos que oscurecía muy tarde-, nos calzamos la ferretería y rumbeamos para el refugio a ver a Cifuentes, que además era el que sabía de escaladas en aquel privilegiado lugar. No estaba. El ayudante nos dijo que había bajado a buscar víveres y que no volvería hasta el atardecer. Pero no hubo resignación, muy por el contrario, enfilamos para la torre Frey que se alza -como dije- muy cerquita del refugio. Al ayudante nada le dijimos de nuestras intenciones escaladoras porque no se nos ocurrió hacerlo. Recorrimos el pie de la Frey tratando de ver indicios del comienzo de la ruta normal, sin tener ninguna idea de cuáles podían ser tales indicios y discutiendo posibilidades. No suponíamos que «la normal», se encontraba detrás del frente, es decir en la cara opuesta a la que da al refugio y nosotros estábamos considerando. Así las cosas, de pronto vimos un clavo empotrado y un poco más arriba otro y otro más y hasta donde podíamos ver se sucedían con bastante continuidad, por lo tanto dijimos «aquí es». Por aquel entonces ninguna ruta que no fuera “la normal” tenía tantos clavos, cosa de facilitar las ascensiones a los novatos. Y el Turco, que era arremetedor y no se achicaba ante nada, puso el primer mosquetón en el clavo que tenía por encima de su cabeza y pasando la cuerda se largó para arriba sin pensarlo dos veces. Dar seguro al principio de la escalada, en el primer «largo de cuerda», es al cuete, ya que si el que escala se viene abajo, no para hasta el suelo. Pero igualmente me puse en la posición correcta y, la espalda contra la roca, los pies bien firmes, me pasé la cuerda por detrás y le fui aflojando a medida que Avo progresaba hacia arriba. Ya en el segundo clavo pasó otro mosquetón con la cuerda y allí sí pasé a darle seguro «en serio». Si caía quedaría colgado del clavo más cercano.
Quizás debiera pedir disculpas a los que dominan el arte de la escalada, por tan detallado relato, pero consciente de ello, lo hago por aquellos que no conocen el tema y pensando que les arrimo un primer paso teórico al asunto, ya que no es «soplar y hacer botellas».
Nuestra cuerda merece un párrafo aparte. Se trataba de una fulgurante Edelweiss de perlón, bicolor -40 mts. blanca y 40 mts. roja- de ochenta metros, que estábamos estrenando y habíamos comprado a medias encargándola a la novia de nuestro común amigo Edgardo Porcellana. Ella era azafata y viajaba a Europa y Estados Unidos. Era nuestro orgullo en cuestión de equipo, ya que por aquella época, acá en Argentina no se conseguía nada para deportes tan «rebuscados» como los de montaña. La mayoría de los elementos había que importarlos a valores altísimos.
El por qué esa compra, no recuerdo mucho, pero seguramente fue pensando en las escaladas «en artificial», en donde sí convenía una cuerda bicolor; ya se verá más adelante.
Pretender hacer un largo de trepada con semejante cuerda, ni pensarlo. Lo habitual era escalar largos de cuerda de no más de treinta metros y para ello debían usarse cuerdas de cuarenta metros. Pero... era lo que teníamos y gracias al cielo por ello.
De todos modos el asunto no dejaba de tener su lado negativo, y muy negativo si se quiere, porque debíamos llevar en rollos cruzados en bandolera, casi veinte metros cada uno. No quedaba otra, pero retardaba mucho nuestra progresión, sobre todo cuando nos juntábamos en la pared para hacer el «relevo», es decir, cuando el que venía de 2º de cuerda debía pasar a encabezar la ascensión.
Así las cosas, los primeros tramos fueron llevaderos pero muy demorados, ya que nos faltaba experiencia, sobre todo experiencia lugareña. Imagínense saltar de la ciudad porteña a estar colgado de una cuerda en una pared vertical de alta montaña. Mientras las horas pasaban, ya comenzaba a extrañarnos que una «normal» fuera tan complicada. Como a la mitad de camino apareció un «techito» chico que contribuyó al retardo, ya que sólo disponíamos de un par de estribos y para colmo cortísimos. El escalador quedaba apretado contra el techo y además debía pasarlos al segundo de cuerda, para que este a su vez los usara. Aprovechamos e hicimos un relevo. La sed era fuerte y sobre todo Avo se quejó de ello. El sol nos había dado en la cabeza toda la tarde y cuando finalmente llegamos a la cumbre, hacía ocho horas que estábamos en la pared. Treinta y siete clavos habíamos utilizado que ya estaban colocados y nosotros agregamos dos más.
La ficha técnica elaborada por Cifuentes, dice así:
Ruta Cifuentes-Weber.
Dificultad media: IV+ con parte de V+.
(significa IV grado superior y V grado superior. Las escaladas estaban graduadas de Iº a VIº, con sus agregados de «superior» o «inferior», según el caso).
Equipo necesario: cuerdas, clavos y mosquetones.
Duración de la escalada: de tres a cuatro horas.
Longitud de la ruta: 120 mts.
Después de descansar un buen rato en la cumbre, armamos un «rapell» (maniobra que se utiliza para descender mediante la cuerda y no perder tiempo destrepando; lo cual es peligroso). Con un solo rapell si mal no recuerdo, se desciende por el lado contrario hasta un «col» o descanso entre la torre y la ladera de la montaña. El resto se hace caminando por el acarreo, para llegar al refugio. Allí fuimos para ver a Cifuentes suponiendo que ya habría llegado. Efectivamente, estaba de vuelta. Nos presentamos y le contamos lo que acabábamos de hacer. Nos dijo con toda tranquilidad que nos había visto cuando llegó con el caballo cargado y se había sorprendido al ver a dos tipos colgados en esa ruta. Y los sorprendidos fuimos nosotros cuando nos dijo que esa no era la «normal» y que se trataba de una ruta nueva que habían abierto él y Anselmo Weber -otro socio del Club Andino Bariloche-, hacía tan sólo dos días. Con lo cual resultó que en nosotros, se juntaron vergüenza y orgullo por haber hecho la segunda ascensión. Más tarde imaginamos con Avo lo que Cifuentes habrá pensado de nosotros: porteños agrandados.
Durante la semana que permanecimos con el Turco en el lugar, también escalamos la «normal». Se trataba del trayecto que se encontraba en la parte posterior de la aguja. Es decir, la que habíamos utilizado para «rapelar»; lo cual era correcto hacer, ya que desde allí se baja rápidamente a la base.
Un poco más conocedores del ambiente con el cual nos topábamos, nos armamos de la ferretería concerniente a escaladas puramente artificiales y salimos bordeando la base de la torre. Subiendo por rocas fáciles y acarreos, llegamos al col y procedimos a encordarnos. En esa época recién se comenzaban a insinuar los «arneses», que consistían en correajes lo más reducidos y livianos posible, que se ajustaban al tórax y servían básicamente para retener un mosquetón a la altura del esternón y allí pasar la cuerda, cosa de no quedar colgado cabeza abajo en caso de caídas. Nosotros todavía no los usábamos, de modo que nos pasábamos la cuerda por el cuerpo a la antigua. Es decir, utilizábamos el extremo de la soga, para hacer un nudo especial para este caso, que quedaba pasado alrededor de la cintura y subía por el pecho pasando por encima de un hombro, bajaba cruzando la espalda y volvía al punto de partida en el frente, justo a la altura de la boca del estómago. Espero que se entienda.
Arrancamos la escalada que tenía los clavos puestos y ya no se retiraban jamás, pues al tratarse de una «clásica» era relativamente frecuentada por los escaladores (en su mayoría barilochenses) que iban a escalar los fines de semana. Acá tengo que aclarar que estos no eran demasiados. No creo errarle por mucho si digo que se trataría de una veintena de personas cuanto más.
«Atacamos» pues, la pared y desde un comienzo hubo que usar los estribos. En este caso sí nos vino de perlas la bicolor de ochenta metros, utilizando una de las partes para pasarnos el material entre uno y otro. Progresamos por una fisura vertical hasta una laja inclinada hacia la izquierda. Continuamos por esta hasta conectar con otra fisura. Aquí vino el paso clave de esta ruta que te deja colgado en el vacío con una exposición absoluta, en la cual ves directamente abajo tuyo, a muchos metros y muy chiquita (esa es la sensación que uno tiene), a la Laguna Tončeck junto con el refugio. Llegamos a una plataforma que nos dio un respiro y allí hicimos un relevo. Ya no recuerdo con tanto tiempo transcurrido, quien iba primero y quien segundo en cada «ruta» de las agujas que hicimos, pero no les quepa la menor duda que en su mayoría, Avo era «il primo di corda» y yo su partenaire.
Después continuamos en escalada libre de segundo y tercer grado, hasta pisar la cumbre. La escalada es cortita pero muy emocionante, sobre todo por el paso que hay que dar, colgado en el vacío. La cumbre es muy pequeña y apenas entran dos tipos, lo cual hace que uno quiera rajar de allí lo antes posible. Se destrepa hasta la plataformita del relevo y luego se hace rapell hasta el col.
Su ficha técnica dice:
Ruta normal: pared sur.
Dificultad media: A1.
(Es toda en «artificial» y para esta técnica la graduación en esa época era: A1 - A2 y A3).
Equipo necesario: Cuerda, estribos, mosquetones y cordines.
Duración de la escalada: desde el col: 50 minutos.
Longitud: 45 mts.
Un «col» se le llama a una depresión entre dos cumbres. Creo que la palabra deviene de «collado».
Supusimos con el Turco, que había llegado la hora de encarar la Torre Principal, cumbre máxima de este paraíso de agujas situado en el Catedral Sur.
Ya habíamos hecho con Avo algunas incursiones, alejándonos del refugio y subiendo al filo sobre el cual están emplazadas la mayoría de las agujas. Y digo mayoría porque hay infinidad de agujas que brotan de las partes superiores de los acarreos, sin pertenecer al filo propiamente dicho, pero no por ello menos importantes en envergadura, altura y dificultades de ascensión.
Las principales agujas por aquella época tenidas en cuenta -en su mayor parte, aún sin escalar- eran la Torre Frey (junto al refugio). Y en el filo: el Campanile, la Torre Principal, la Astilla, la Lechuza, el Molar, el Monje o San Francisco, la Monja, las tres Marías y el Piramidal (creo que no dejé afuera a ninguna de las torres, que cualquiera puede ver desde el refugio, elevándose sobre el filo. Las otras, como ya dije, surgen del acarreo y en un primer vistazo parecen de menor envergadura. No lo son para nada y las voy a mencionar, para tener un panorama total de lo que se encuentra el escalador cuando llega a este lugar: una de las más lindas vistas que se puedan gozar en la montaña.
Las demás agujas: el Pinin, Cecilia, Julieta, Peña ancha, Otto Weiskopf, el Tonto, la M2, el Abuelo, el Vecinal, la Vieja. (Con seguridad me olvido de algunas, teniendo en cuenta que en los años de aquellas “primeras”, muchas de ellas ni nombre tenían).
Las primeras mencionadas, sin embargo eran las que despertaban nuestra codicia, ya que salvo el Campanile, la Principal y la Frey, estaban todas esperando ser superadas y varias de ellas no tenían nombre, o por lo menos debían ser confirmados por los que las superaran conquistando su cumbre.
Hechos estos comentarios para conocimiento de los que no dominan el mundo misterioso de las escaladas, paso a relatar nuestra soñada ascensión a la Principal con el turquito Avo.
Para no arriesgar con el tiempo (no teníamos idea de cuánto podíamos tardar), desayunamos y salimos muy temprano, aunque no de noche como nos aconsejaban en Baires nuestro amigos más experimentados. Decían que lo ideal era estar en el filo cuando despuntaba el día. Haciendo caso omiso de sus consejos, que nos parecían exagerados, por las mañanas salíamos del campamento con el sol recién aparecido, lo cual -por lo que recuerdo- era suficiente. No retengo en la memoria ninguna escalada que nos haya demorado hasta entrar la noche. O quizás éramos demasiado buenos. Je, je.
Saliendo del campamento, bordeamos la laguna Tončeck y llegamos a los acarreos de mucha piedra suelta y lamparones de vegetación, que es casi exclusivamente ñire achaparrado. Subimos pues los acarreos que se ven desde el frente del refugio. Toda esta aproximación lleva su buen tiempo, creo que por lo menos una hora, y el Sol ya está alto cuando encaramos los bloques de roca fácil que forman la base de la Torre. Allí nos encordamos, dejando como siempre 40 mts. de cuerda fuera de uso enrollados en nuestros cuerpos. Los nervios son muchos porque sabemos que nos vamos a enfrentar con algo que imaginamos hacer durante largos meses. Ahora se concreta y hace palpitar nuestras fibras. Por fin la Torre. Nos sentimos seguros de poder superarla, porque técnicamente estamos más que listos, pero sabemos que hasta que no venzamos los largos de cuerda que nos esperan y hagamos cumbre, no estará todo dicho. Por aquella época se les tenía mucho respeto a estas agujas y los viejos escaladores, al no poder superarlas, las relataban casi como imposibles. Nos encordamos pues, al pie del primer largo que arrancó con una fisura fácil y luego una travesía hacia la izquierda. Por bloques fáciles, estuvimos pronto en la pared. Escalamos por una fisura grande que conduce a un nicho. Allí había un clavo fijo. Con un paso bastante expuesto hacia la izquierda, salimos del nicho y empalmamos con una fisura paralela a la anterior, pero más fácil. Subimos hasta una plataforma triangular y de allí bajamos un par de metros. Luego subimos hasta una plataforma grande. Continuamos por otra fisura y encontramos otro clavo fijo, luego cruzamos por una escama y haciendo un péndulo estuvimos en otra fisura, en realidad una pequeña chimenea que hay que subir con medio cuerpo afuera. Allí superamos un techito y después hasta un hombro, en el cual hay que tomar hacia la derecha. Luego en adherencia por una laja inclinada, una fisura nos llevó hasta los famosos clavos de Fisher. Estos llegan a la cumbre, pues este último tramo no tiene fisuras, es de granito macizo y únicamente fue superado en libre, ya entrada la era de la revolución de equipos, cuando se comenzó a escalar con zapatillas especiales que trabajan por adherencia. Por lo tanto en aquella época, habría que haberlo hecho con «clavos de expansión».
Llegados a la cumbre nos abrazamos muy contentos y descubrimos que era lo bastante amplia como para que estuvieran varios escaladores juntos a la vez. Pudimos observar con emoción al Cerro Tronador, refulgente de nieve y más allá el volcán Osorno, situado en Chile. El día, como todos los que nos tocaron mientras estuvimos allí, especial, con un Sol que rajaba la tierra y un cielo de azul intenso como nunca habíamos visto.
A esta ruta se la llama «normal», pero también Fischer-Kammerer, los nombres de los escaladores del C.A.B. que llegaron a la cumbre de la torre Principal por primera vez: habiendo hecho varios intentos, chocaban con la dificultad del último tramo, imposible de vencer con los elementos técnicos de aquella época (años ´40 y ´50). Entonces a Fischer que era albañil se le ocurrió llevar martillo y punzón y practicar agujeros, en los cuales fue empotrando puntas de hierro fabricadas por él mismo y así, paso a paso fue abriendo la ruta hasta llegar a la cumbre
Con Avo dejamos en la cumbre, dentro de un tachito que había debajo de unas piedras, un papel con nuestros nombres y la fecha. Luego armamos el descenso y fuimos bajando, no recuerdo con cuántos rapeles.
El Sol seguía castigando de lo lindo.
Durante la semana que estuvimos allí, no hubo ni un solo día sin su presencia. Es decir nunca tuvimos un día de mal tiempo, ni siquiera nublado, lo que habría hecho que descansáramos de tal agobio. Por otro lado, esto era una bendición y nos permitía a los que estábamos allí para escalar, programar las ascensiones sin preocuparnos por el clima. El cielo de un azul intenso -estábamos a casi dos mil metros sobre el nivel del mar, de modo que el filtro de rayos ultravioletas era menguado (por aquellos años ni se imaginaba uno que iba a existir un «agujero de ozono»), nos pegaba con su brutal omnipresencia y únicamente encontrábamos el alivio, metiéndonos a descansar en el comedor del refugio. Allí se podía jugar a las cartas, escribir o leer algo y huir del ambiente reverberante que dominaba el exterior.
Cifuentes nos dio la idea: podíamos bajar hasta el lago Gutiérrez a tomarnos un día de descanso. No lo dudamos y juntando unas pocas cosas, las metimos en una de las mochilas. Algo para comer y pantalón de baño era suficiente y antes que llegara el mediodía bajamos por la picada, pasamos el refugio Piedritas, cruzamos el arroyo Van Titter, y continuamos derecho para abajo dejando atrás el desvío que lleva a Villa Catedral. En un rato más de marcha llegamos la margen del lago Gutiérrez. Agua transparente y frescura de vegetación. Sombra y descanso. Eso era lo que necesitaban nuestros ánimos recalentados por las escaladas y las rocas y acarreos fulgurantes del entorno del refugio Emilio Frey. Al anochecer emprendimos la vuelta al campamento de arriba y en dos o tres horas (no recuerdo bien), estuvimos en él con los ánimos refrescados.
Y así fue: ya renovados, una mañana nos cargamos con la cuerda y la ferretería y salimos temprano a la búsqueda de nuestra próxima ascensión. No me pregunten por qué elegimos lo que voy a relatar y por qué no, escalar por ejemplo el Campanile, que por aquellos años era deseado por todo escalador y poco frecuentado por su fama de aguja difícil; no lo recuerdo con el paso de tantos años.
Bordeamos la laguna por la derecha, saliendo del refugio, y fuimos ganándole altura al acarreo que conduce a la lagunita Schmoll. Cuando tuvimos frente a nosotros a la aguja Piramidal, bastante más arriba todavía, enfilamos hacia allá y un rato después estábamos en su pie encordándonos -supongo- para entonarnos para algo más difícil. Ya que esta torre es bastante grande pero de fácil escalada su ruta normal. Subirla y bajarla fue realizado en un corto trámite. Y a continuación, tuvimos a nuestro alcance una siempre codiciada escalada virgen. Se nos dio con las tres agujas cercanas a la Pirámide. Estábamos casi seguros que nadie las había ni siquiera intentado, un poco por su ubicación, muy en el extremo derecho del famoso circo de agujas-estrella y además por su pequeña envergadura. En efecto, se trata de tres torrecillas de un largo de cuerda cada una. La mayor se hace con un largo de 40 metros y su dificultad es entre IVº y Vº grado. Las otras dos tienen muy poca diferencia con esta.
La cuestión que la tarde había caído y felices y cansados emprendimos el regreso al refugio para comentar el suceso con Cifuentes.
Tenía entendido que no, efectivamente no estaban ascendidas, de modo que tuvimos en nuestro haber una «primera» (dividida en tres) ¿Y cómo las van a bautizar? Durante el regreso lo habíamos estado pensando. Caía de maduro que tenía que ser algo así como «los tres ???» ¿Y si les poníamos Tres Marías?, tuvimos el justificativo a mano: la mamá de Avo se llama María y mi hermana es María Isabel. Otras mujeres no teníamos que merecieran el honor por aquel entonces. A la tercera no le quedó más remedio y Cifuentes nos aprobó diciendo que en general cuando se mencionaba el grupo de agujas, se las llamaba así, tres Marías. No quedaba pues ninguna duda.
Lo curioso fue que en nuestra inocencia o estupidez (no sé muy bien cómo catalogarlo), obviamos escribir el comentario correspondiente en el libro del refugio y Cifuentes tampoco nos lo sugirió. Cuestión que nunca quedó oficialmente asentado en los libros del refugio; pero el mundillo escalador las reconoce hechas por primera vez por “Naccachian-Rey. Enero de 1963”.
No recuerdo haber hecho otra cosa importante como para mencionar para “las estadísticas”, pero tampoco es mi intención en este escrito, que más bien es un recuerdo a la fuerte vivencia junto a un amigo del alma, con el cual estuvimos suspendidos entre el cielo y la tierra con la alucinación que conllevan las escaladas. Ilusión siempre difícil de recrear para los demás, cuando se tiene que explicar el ¿por qué se escala?