El Fin del Mundo
- Por Martín Paiva -
aka el Polaco
"¿Cuándo será el fin del mundo?
El día que yo muera."
Proverbio árabe
Sostengo que Julián Ruca fue, es y será el mejor escalador deportivo y alpinista que jamás haya tocado la roca: él solo terminó con la discusión entre los unos acróbatas y los otros egocéntricos fiacas. Digo que fuimos amigos, al menos, de mi parte.
Ser Julián Ruca no era sencilla labor aunque no parecía agobiarlo. Cuerpo, mente y alma eran el vector voluntad de la fuerza en estado puro: podía caminar treinta horas en hielo o colgarse sesenta minutos de un techo y todo sin perder compostura, gracia y buen humor. Aunque algunos digan por ahí que tenía una suerte privilegiada, no es más que envidia y si bien por herencia no necesitaba trabajar, Ruca además, compartía el dinero como despilfarraba optimismo. Era la voluntad semoviente de mediocres como yo.
Escalando en roca
Sépase que acompañé a Julián a muchas de sus gestas y las hice mías sin robarlas; así era el tamaño de la mano abierta
de Ruca.
Soy narcisista, lo confieso: no puedo tolerar decepción alguna; rindo culto a la inercia, y si es de la estática mejor. Mi vida fue gris; Gasolero, y aun velero o tacaño, alérgico al trabajo o no se puede, egoísta y anal: créanme que esto no me produce angustia ni reproche algunos, para mí, ni para nadie; elegí mi camino y lo sostengo sin vergüenza, aunque deba admitir que otra hubiera sido la historia sin el personaje de Ruca: yo apreciaba su generosidad y la agradecía sinceramente.
Ninguno de los dos volvió a la roca: Ruca quedó postrado en un hospital y yo tácitamente exiliado. Por más que mi obsesión por la seguridad fuera famosa en la comunidad escaladora, y me hubiera ganado fama de ser el más confiable compañero de cordada, cuando Julián se accidentó todos me culparon sin nombrarme. El acusador rechaza la posibilidad de que los héroes sean humanos, y los escaladores tienden a proscribir; cuando se arriesga el pellejo nadie quiere recordar que las cosas pueden salir mal o, al menos, eso creo.
Sin la escalada no tenía otra cosa que hacer, así que visité a Julián en el hospital: tuve oportunidad de conocer su fase más entrañable y aprendí que, aunque había sido generoso, siempre se reservaba en la comunidad montañista; descubrí, aunque ya lo sabía, que tenía muchos otros amigos, una esposa que lo amaba, dos hijitas y muchos otros hitos en su vida, además de la montaña.
Mientras convalecía tuvimos ocasión de volver mil veces sobre lo que había salido mal esa tarde, cuando tuve que elegir entre su vida y la mía. Julián era montañista de ley y sabía mejor que nadie que la primera regla es ayudar en todo al compañero pero hasta el punto en que se arriesga la propia vida; ser más solidario no es bueno para nadie. Ruca reconocía también que no hubiera podido esperar otra cosa de mí, y no me lo reprochaba: tenía una forma muy sutil de abordar el tema, sin tabúes ni nostalgias; volvíamos a esa tarde sólo para cerciorarnos de que no volviera a pasar una próxima vez que nunca existiría. Nuestra exclusión del mundo conocido fue fortaleciendo esa amistad; al menos, de mi parte.
En la cumbre
La voluntad puede ser dura, pero nunca tan pétrea como para sumergirla y que no se moje por dentro; Julián trocó su inmutable buen humor en irónica melancolía. Postrado, dolorido e impotente veía cómo su matrimonio se iba al garete y no podía hacer nada para detener la avalancha. El dolor le torcía el gesto y corroía el alma, los amigos empezaron a olvidarlo: lo veían cada vez peor, menos y a desgano. Por evidente, ese ocultamiento devino intolerable: eligió refractarlos con mucho y mayor cinismo. Paradójicamente, yo hacía de buen samaritano, más por falta de entretenimiento que por solidaridad; que ninguna sentía, a decir verdad.
Julián no iba a la montaña, y el Corán y su esposa mentían: la montaña no venía a él, y la mujer -naturalmente si me lo preguntan- buscaba en otros lo que él ya no podía darle, aunque lo amara todavía. Enterarse fue devastador para Ruca aunque no sé qué otra cosa pretendía esperar. Se aisló, finalmente, de todo y de todos, salvo de mí.
Como el dolor físico no cejaba acumuló calmantes; no podría decir que se hizo adicto pero sí que no dejó de meterse todo cuanto tuviera a mano. Empeoró hasta que se le hizo insoportable su propia imagen en el espejo; misteriosamente para todos y para mí también, yo era el único ser vivo cuya presencia soportaba. Como no me conmovía permitió que lo siguiera visitando; al menos, eso pensé.
La última vez que volvimos sobre lo que pasó esa tarde, ventiló los mohos de su ánimo. Me preguntó qué había pasado por mi cabeza en el instante que hube de elegir; lo hizo impasivo, sin rencor y con auténtica curiosidad. Le dije que nada, lo cual era cierto: tuve que tomar una decisión difícil y elegí, en ese momento era lo único que podía hacerse, y que él hubiera hecho lo mismo.
Escalando
Me respondió con silencio, tal vez demorada químicamente la respuesta, y luego me preguntó si no había valorado mi vida antes de decidir; le contesté que no. Replicó entonces que él habría pensado cuánto valía su vida antes de decidir, y yo hubiera debido hacer lo mismo. Se rió sardónico: era por eso que ahora yo estaba ahí, me dijo consolador y me palmeó la mejilla.
Luego de un mes, Julián me reclamó sin eufemismos que terminara con su sufrimiento: me pidió un revólver. Le respondí que no, que él no quería eso, que era Julián Ruca y tenía mucho por qué vivir y que hablaríamos en cuanto estuviera mejor; pero insistió y perseveró. Se obstinaba en morir con la misma fuerza de voluntad que en otro tiempo había puesto en la montaña; no es que me importara tanto lo que él hiciera; resistí sólo por natural repulsión a la muerte y al peso del compromiso.
Finalmente cedí, pero a condición de que dejara una nota que me eximiera de responsabilidad y explicara qué era lo que hacía. Accedió y traje el arma. Lo que siguió fue lo que tenía que pasar; o, al menos, eso supongo.
Le di el revólver y lo sostuvo tembloroso con la mano buena. Entre espasmos protestó que yo debería haber pensado esa tarde cuánto valían realmente nuestras vidas antes de decidir, y con su enorme fuerza de voluntad reflejada en la contractura de cada músculo del antebrazo, levantó el arma y me descerrajó un tiro entre los ojos.
Buenos Aires, 2 de junio de 2009.